A MI MANERA. ISABEL PANTOJA

lunes, 19 de diciembre de 2011

ENTERATE

Lo mejor de tu año (V)

¿Qué libro, filme o música brindó mejor compañía este año? Regina Coyula, Abilio Estévez, Ladislao Aguado, Olvido García Valdés y Jesús Rosado responden.

Regina Coyula: A dramatic turn of events (Roadrunner Records, 2010) de Dream Theater

Porno para Ricardo es una desenfadada banda de punk rock que trata de hacer lo suyo desde Cuba. Me caen muy bien, pero no me gusta el punk. Lo mío anda por el progresivo, por lo que voy a convencerlos para escuchar a Dream Theater, banda a la que le faltará fama pero le sobra reconocimiento entre los "entendidos", entre los que no estoy, claro, pero gracias a mi hijo, esos virtuosos entraron en mi vida; es raro el día que no los escucho y descubro algo que se me había escapado.

Ahora disfruto de A dramatic turn of events, un título que alude sin dudas, entre la serie de acontecimientos dramáticos, a la salida de la banda de su baterista fundador y líder; salida que estuvo rodeada de numerosas especulaciones sobre el futuro de DT, y ahora con el disco, imagino a los fieles divididos a favor o en contra. A mí el disco me parece excelente, quizás menos trepidante que otros, pero las baladas están entre las mejores del grupo, y el penúltimo corte, "Breaking all illusions", descomunal, una montaña rusa de más de doce minutos, con mesetas para recuperar el aliento (las piezas de ellos son muy largas: mi favorita, "Six degrees of inner turbulence", del disco del mismo nombre, dura 42 minutos). Para normalizar el pulso, nos sorprende "Beneath the surface", un tema acústico, absolutamente hermoso. El disco lo recomiendo en su totalidad, con la recomendación adicional de no hacerse una opinión en su primera escucha. Ya para la tercera audición, prepare su trago favorito y el disfrute será doble.

En fin, quería escribir sobre Porno para Ricardo, pero me salió espuma. Ellos me entienden. Nos hemos reconocido en el Teatro de los Sueños.

Abilio Estévez: El opio de los intelectuales (traducción de Antoni Vives, RBA, 2011) de Raymond Aron

Recuerdo que hacia 1978, María Luisa Bautista me prestó, de la considerable biblioteca de Lezama Lima, un libro que ella supuso importante para mí. Se trataba de La traición de los intelectuales (La trahison des clercs), de Julien Benda. Virgilio Piñera, en cambio, opinó que ese panfleto de 1927, a pesar de tener un lado vigente, ya estaba superado. Me dijo que quizá sería mejor que leyera El opio de los intelectuales (L’opium des intellectuels) de Raymond Aron, y me prestó, o me regaló, la edición francesa de este libro, de Calman-Lévy.

El libro de Aron había aparecido 28 años después del de Benda. Y quizá no parezca un tiempo excesivo, pero entre uno y otro habían tenido lugar sucesos demasiado definitivos: la Guerra Civil española, el ascenso del fascismo, el poderío del estalinismo, los campos de exterminio en Alemania y la Unión Soviética, la Segunda Guerra Mundial y, algo muy importante, la embelesada entrega de muchos intelectuales a los espejismos de las utopías de izquierda.

Entonces leí con mucha dificultad la edición francesa. Yo era solo un estudiante de francés en aquellos años y la densidad de Aron me resultó extraordinariamente compleja. Guardo un vago recuerdo de su lectura y quedé con la sensación de no haberla aprovechado como debía. Ahora, por suerte, he podido leerlo en castellano y el libro me ha seducido, me ha parecido categórico, extraordinariamente actual y de una inteligencia devastadora. Un extraordinario análisis del pensamiento político del intelectual de la gauche, que ataca con ferocidad el totalitarismo de derecha y se deja hechizar, en cambio, por el totalitarismo de izquierda, como si no fueran, al fin y al cabo, las dos caras de una misma moneda que significa El Poder. Ese pensamiento político, cándido o astuto, ingenuo o malicioso, es el gran personaje de este libro. Ese personaje que mira, desde los cómodos cafés de Saint-Germain-des-Prés o de cualesquiera de los cafés de Madrid, Londres, con cínica simpatía, cómo pasan los días de los innumerables Ivanes Denísovichs de cualquier gulag del otro lado mundo.

Todos sabemos, por experiencia propia, que no se han extinguido esos graciosos héroes de la inmolación ajena. Como dice Antonio Vives en su prólogo: "Aron se carga la lírica de la ilusión revolucionaria para situarnos en la lírica de lo que se consigue cada día, trabajando con denuedo, sin dormir, en el pajar del mito histórico. Aron desmantela las coartadas intelectuales de los que están dispuestos a sacrificar la vida de los demás por sus construcciones teóricas".

Recomiendo este extraordinario alegato. Vale la pena, incluso, repasar las ideas que compartimos, a la luz del estudio de este filósofo francés, que las sistematiza, las sitúa en su contexto, las observa tan de cerca y las desmonta con semejante brillantez. Vale la pena escuchar el sabio análisis de Raymond Aron que reclama nuestro escepticismo como el único modo infalible de alejar cualquier fanatismo.

Ladislao Aguado: Deadwood (HBO, a partir de 2004) de David Milch

Esta serie de televisión, creada por David Milch, cuenta la anexión a los Estados Unidos de un pueblo todavía sin ley. Los personajes parten de figuras históricas, pero poco hay en la trama de relato de época, salvo la exquisita ambientación.

El mejor de todos los detalles, es esa ausencia de ley. El hombre esta solo consigo mismo y solo lo juzgan o lo guían sus propios instintos. Y no hay trampas narrativas. Las cosas suceden con la brutalidad que suele esconder el hombre.

Porque Deadwood es el espectáculo del hombre en libertad y cada quien defiende y apuesta sobre todo por sus propios intereses. Y nada está bien ni está mal. Nada. Y nadie tampoco es más o menos villano, salvo en su ambición o en su crueldad. Los personajes cumplen con vivir su mundo y con eso les basta.

Deadwood llega al espectador con la fuerza de las grandes anécdotas, como si asistiéramos a una película de 36 horas, cuyos últimos diez minutos son el mejor final de cualquier gran historia.

Olvido García Valdés: Erogando trizas donde gotas de lo vario pinto (La Palma, 2011) de Lorenzo García Vega

Una nueva entrega del autor de El oficio de perder es una alegría. Podría parecer que Lorenzo García Vega vuelve sobre lo mismo, si no supiéramos que lo suyo es siempre lo mismo y otra cosa, si no supiéramos que en el fluir incontenible de esa escritura opera una ascesis, un ejercicio de reducción que convierte sus asuntos (los sueños, el día a día en Miami-Playa Albina, los remotos años 30 en el Jagüey Grande natal) en pequeñas piezas: las divertidas, insondables, desoladas cajitas de Lorenzo.

La cajita es en presente; en ella sucede lo que la escritura manifiesta y también lo que trae de antes. Quien dice expone para sí y dice para quien lee. Yo y yo en un diálogo incesante, radiofonía interior que limita con el solipsismo (sonidos, sabores, colores, el ensimismado gusto, la ensimismada psique) y perfectamente compartida. Lo explica él mismo como un surrealismo al revés: no una puerta abriéndose al tesoro de lo desconocido, sino una puerta que se cierra y que, por no abrirse, entrega el no-tesoro del reverso, las ricas telarañas del vacío, eso que llama con Elizondo un "mito estrafalario" (y sí, ahí estamos: hay vacío, hay miedo, hay sueños, hay la deshilada niñez como un raro reino de lo real).

Recordé al leerlo Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, aquel extraordinario libro de apotegmas que Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927) escribió a comienzos de los 90, cuando parecía que todos íbamos a ser felices.

Jesús Rosado: The Tree of Life (El árbol de la vida, 2011), de Terrence Malick

Después del abultado millaje comercial producido por Hollywood en los últimos años, The Tree of Life es un sorpresivo acto de resurrección que nos devuelve al cine de arte. Su pulcritud técnica, la cuidadosa dramaturgia, el admirable espectáculo visual, nos ha hecho revivir a toda una generación de cinéfilos aquellos exilios transitorios en las oscuras salas habaneras contemplando las obras de realizadores imponentes como Bergman, Antonioni, Kurosawa, Kubrick, Mizoguchi, Tarkovski…

Terrence Malick (EE UU, 1943), un profesor de filosofía convertido en renombrado cultor del séptimo arte, se vale del drama de una familia radicada en Waco (Texas) marcada por el síndrome de pérdida tras la muerte inesperada de un hijo de diecinueve años, para a partir del conflicto compartirnos en tono muy personal una abarcadora reflexión filosófica en torno al sentido de la existencia. Una propuesta semejante pudiera haber derivado hacia el resultado convencional o desfallecer en el tedio, de no ser por la exquisitez que le imprime el lunático talento de Malick al tratamiento experimental del filme.

El realizador le sabe sacar partido a la hermosa construcción de imágenes que consigue el equipo de fotografía encabezado por Emmanuel Libezki, combinándola con la composición bien cuidada de los efectos visuales y el montaje de fotogramas. Diseña, además, una poderosa trama sonora que captura el ánimo del espectador a partir de la coexistencia de tres factores: puntualidad de diálogos, uso de silencios como recurso emocional y el subyugante texto musical integrado por fragmentos de clásicos unido a los aportes de ese compositor de música para cine fuera de serie que es Alexandre Desplat. Como colofón, se las ingenia para que el reparto actoral, encabezado por Brad Pitt, Jessica Chastain y Sean Penn, logren recrear con efectividad la intensidad psicológica necesaria para establecer el contrapunto que pretende el director entre intimidad y cosmovisión.

El filme, a la par de su belleza alucinante, es portadora de una intrínseca polisemia que apunta a los principales debates del acontecer contemporáneo. Con enfoque cuestionador, Malick transita por áreas escabrosas de la ética familiar, la fe religiosa y la concepción del mundo. Concebida en términos de imagen y sonido para una riesgosa aventura del intelecto, The Tree of Life sobrecoge los sentidos por su monumentalidad, retomando el discurso extraviado —casi en olvido— del cine culto, y elevándonos a planos cerebrales sublimes. Nos hace sentir de vuelta a la película ensayo como en aquellos tiempos felices de Solaris, Fresas Salvajes o El eclipse, cuando éramos estremecidos por la autenticidad de la pieza de autor. Y quizás habrá quienes la tilden de demasiado tributaria a los maestros, pero de ser así no se explicaría el impacto insólito de su rara poética. Tan sinfónica como filosófica, tan honda como catedralicia, películas como El árbol de la vida, tras su paso por la retina suelen ser memorables. Jamás recomendaría acompañarlas con meras palomitas de maíz.

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