A MI MANERA. ISABEL PANTOJA

PRIMER CAPITULO DE LA NOVELA LOS VIENTOS DE LA RAZON.DE LA ESCRITORA CUBANA ADELA SOTO ALVAREZ




Si la vida fuera un libro haría  todo lo posible por regresar a la primera página, borrar las cuartillas que hablan de mis penas.
Después buscaría el final más feliz, pero desgraciadamente estas cosas son imposibles, por eso nos pasamos todo el trayecto, haciendo planes y proyectos que cambian en el transcurso de los días, y nada podemos hacer por evitarlo.
Por ejemplo, en estos momentos en que comienzo a narrar mi historia, me doy cuenta que Silvio fue la deuda que tenía que saldar con la vida, pues para  amarlo con tanta pasión, sin pensar en otra cosa que no fuera mi amor por él, tuvo que ser una cuestión de antaño.
Tal vez en alguna de mis vidas fui una de esas mujeres que buscan y buscan y no encuentran. Quizás alguien me amo y no le correspondí. Pero de lo que sí estoy segura es  qué a pesar de la desdicha, logré  al príncipe azul que todas llevamos dentro.
Silvio fue para mí lo más vehemente, y  verdadero,  por eso no pensé en consecuencias, ni siquiera el futuro fue importante. Pero las leyes de la vida son muy diferentes a lo que uno siente. Así como las normas y conductas sociales, además del prejuicio y el machismo que heredamos, y que son los que matan la belleza de lo natural, y lo divino, y nos hacen buscarnos tantos problemas.
Pero a pesar de todo, estoy segura que desde la primera reencarnación éste anhelo de amar apasionadamente estuvo dentro de mí sin desbocarse, pues no recuerdo haberlo materializado en ninguno de los cuerpos que estuvieron a mi paso.
Por todo esto y las preguntas que me hago sin encontrar respuestas, es que estoy segura qué fue la única vez que mi sueños se hicieron realidad. Precisamente en la quinta ocasión de ser materia de mujer, muchacha adolescente con muy breve tiempo sobre el terreno.
Cuando sucedió, no había alcanzado la mayoría de edad, y aunque fue un  amor mal correspondido, puedo decir sin temor a equivocarme, que lo inhale con tanta fuerza, que me siento dichosa, pues no todas las personas tienen este privilegio. 
Pienso que al que no le dan la posibilidad de sentirlo, se ha de considerar como si navegara en las tinieblas, con la razón y el pecho vacíos.
Esta vez fue la más feliz y la más desdichada de mi regeneración. En otras no recuerdo lo que fui, porque los que saben muy bien de estas cosas dicen, que uno viene a la vida en distintas formas.
Hombre, mujer, y hasta animal, ¿qué gracioso?, Inclusive que arrastramos las deudas pendientes y las purificamos cada vez que somos materia.  
El resto del tiempo la pasamos vagando en el espacio, en espera de poseer la próxima existencia, o la próxima víctima, porque realmente nadie sabe lo que le espera cada vez que reencarna en un nuevo cuerpo.
Si nos dieran libre albedrío para renacer, estoy segura que todos buscaríamos la perfección del alma, pero no es así. Nos envían a la entidad que nos toca y sin exonerarnos de la jaba de conflictos.
Muchas veces le he dicho a los que me acompañan en el limbo, que sería preferible quedarse como viento, así todo lo vemos y nadie nos atrapa. No quisiera me pasara lo que a Aniuska, que después de ser princesa en dos ocasiones, regresó como mendiga y  pasó las angustias que le tocaban y  no le tocaban.
 En esto se le fue la mano al jefe del espacio, al que nos guía como manadas de espíritus.
O como le sucedió a Francisco de Jesús, que tuvo que ser perro durante toda su estancia en la tierra. A ese sí que no le dieron otra oportunidad. Tal vez tenía muchas deudas, o quién sabe, si fue ladrón o asesino.
Muchos dicen que maldecía a los animales y un día sin motivo ahorcó a un pobre canino vagabundo que se ovilló en su puerta en busca de  protección, por eso quizás fue el castigo.
Claro que peor le fue a Hugo Carrillo que por ser tan malvado, lo enviaron mutilado de manos y pies, y tuvo que purificarse en un sillón de ruedas.
Algunos comentaban que fue torturador. Un ser sin escrúpulos, ni humanidad y su mejor hazaña fue mutilar en los campos de concentración de Hitler a los prisioneros de guerra.
Nadie lo quiere creer por las contradicciones de nuestro origen, pero la realidad de la existencia es ésta, reencarnar y reencarnar hasta quedarnos limpios, sin machas de pecado en el cuerpo y en la mente, por lo menos la experiencia me lo fue demostrando día a día. Aseguran que cuando saldemos las deudas, entonces todos seremos merecedores del Paraíso. Por esta afirmación es qué imagino que el Edén ha de ser la blancura del alma de cada individuo, el estado de Buda que nos permite vivir sin pasados, ni futuros, solamente amando el presente y desposeídos de todo rencor.
También aprendí que en la vida existen dos tendencias contrapuestas, el mal y el bien. Sin las dos no habría desarrollo. Miren si es así que existen siempre dos cosas adversas,
Verano, e Invierno, Paz, Infierno, Frío, calor, Amistad enemistad. Lluvia, sequía, Hembras y machos. Qué ocurrente, y la creencia y la duda, que no nos deja ni un sólo momento de tranquilidad.
A causa de esta filosofía de la vida que me aprendí a latigazos emocionales, es qué muchas veces me encuentro en un callejón sin salida con eso de los dogmas, porque verdaderamente todo lo creo y nada creo. Soy peor que Santo Tomás que tuvo que ver para creer, según dicen Las Santas Escrituras.  
Yo sé que nadie debe  hablar de otra persona, y mucho menos yo que tengo tantas cosas pendientes en mi tejado de vidrio, y aunque lucho incansablemente por algún día regresar diferente, por lo menos sin el alma enferma de tantos enfrentamientos con la maldad y sus seguidores; aunque  si les dan por ajustarme las cuentas, todas las torpezas que cometí y cometo todavía, en este breve espacio de espera,  nadie me quita las pailas de aceite caliente que merecen los que van  al infierno.

Lo cierto fue que ante tantas desgracias existenciales desde mi nacimiento, hija de una mujer sumisa, dominada por mi padre, y llena de costumbres serviles, y machistas, y de un hombre borracho, o demente, sin equilibrio económico, ni raciocinio para saber de daños o afecciones psicológicas en los menores, apareció un día de mi adolescencia tía Obdulia la que a pesar de no soportar la vida que se trazó su hermano, mi padre, de vez en cuando aparecía con alguna ayuda financiera, para que pudiéramos enfrentar la hambruna que nos roía  de pies a cabeza.
Jamás se me olvidará esa noche de invierno. Soplaba el viento tan fuerte que los ventanales parecían quebrarse de tanto tintineo.
 Una fina ventisca se apegaba a los cristales esquilados de la única ventana que tenia la modesta salita. A mí me gustaba sentir el batuqueo, incluso en mi cerebro se convertían en música llena de acordes celestiales, y me hacían olvidar tanta inclemencia.
Dentro de mi hogar todo era imperfecto, porque imperfecta era la familia obligada a convivir a pesar de las diferencias, sujetas al qué dirán de los prejuicios, pero no había otra salida que soportar lo insoportable y no pensar, porque si pensaban nadie podría acallar el griterío de desconciertos, e impotencias.
Hacía varios días que la lluvia no cesaba, y el observatorio nacional no emitía otro diagnóstico que no fuera, el continuo descenso de las temperaturas.
Quejarse no era lo más prudente, porque en mi humilde hogar ya ese sonido era costumbre, y hasta llegó a convertirse en el pan nuestro de cada día. 
Por suerte mi vivienda estaba alejada del resto del caserío. Afirmaban los más viejos, que mi padre la prefirió así, aunque nunca supe las verdaderas causas, pero me pareció bueno, pues  los vecinos no se enteraban de nuestra mala vida, ni de las continuas palizas que propinaba contra mi madre cada vez que se le terminaba el ron y no podía calmar  el  incontrolable vicio.
La realidad de mi familia era difícil, tanto que mi cerebro se iba y venía ante cada estocada de palabras obscenas y el intrépido ruido de los calderos contra las paredes en cada contienda por cualquier incoherencia.
Así también  pasaban las estaciones, y mi deseo de que llegara la noche para caer rendida sobre el lecho,  pues dormida no escuchaba el trinar despótico de la lucha verbal de mis padres, y el hambre azotaba menos, a pesar de las constantes pesadillas que provoca  el estrepitoso ruido de las tripas.
Recuerdo que de pequeña cada vez que comenzaban la funciones de violencia doméstica, me escondía debajo del camastro, o me escurría detrás de la percha, con los ojos tan abiertos que después sentía dolor en los músculos faciales de tanto esfuerzo y miedo.
Ya cuando nació mi hermanito todo fue diferente, porque para evitar las embestidas me la pasaba meciéndolo en la hamaca, que por suerte mi propio padre amarró en un desenfreno, con la botella de ron, debajo de los dos cocoteros que mi abuelo materno sembró junto a la batea. De lo contrario creo que no hubiera llegado a la adolescencia sin que me diera un sincope de terror.
En estos momentos no podía buscar alivio de esa forma, porque ya era una jovencita con otras ideas, que aunque frustradas y sin esperanzas se habían convertido en un cajón de inferioridades  y complejos.
Ya ni me miraba en el pedazo de espejo que metido dentro de los huecos de las paredes del cuarto serbia para peinarse algunas veces, porque me asustaba  mi propia apariencia.
 A pesar de que era muy jovencita y mi piel estaba tersa y blanca como la espuma, las ojeras desvanecían mi mirada lánguida, como las de un perro callejero, la que muchas veces me aterró tanto que no quería ni imaginar que por aquellos grandes ojos podía mirar tantas desgracias.
Mis orejas también me parecían muy gigantes, y por eso me tiraba el pelo por encima para ni yo misma vérmelas, y qué decir de mi extrema delgadez, que no compaginaba con mis cinco pies y 6 pulgadas de estatura.
Las piernas me parecían zancos delgados y endebles, y que contar de mis pies arrastrando aquellas chanclas de palo a cualquier hora del día o de la noche, porque no había ni un centavo para comprarme un par de zapatos.
Mi padre muchas veces me gritaba “bruja” porque decía que por mi culpa su vida se había convertido en un hervidero de problemas.
No comprendía al principio, después supe que embarazó a mi madre y sus padres lo obligaron a casarse con ella, que por desgracia no era de la misma posición social.
De ahí fue por donde le entró el agua al coco, porque mis abuelos paternos lo desheredaron del calor familiar y  tuvo que enfrentar solo el camino.
Como no tenía ni oficio ni beneficio solamente sombras paternales, no pudo encontrar otro empleo que no fuera de ayudante de la construcción, donde conoció a Tomás Sulimán un tarambana de los peores, y que lo fue llevando poco a poco al vicio, que él prefirió, y que acabó con su futuro, además de la impotencia contra los padres, mis abuelos, y el resentimiento que descargaba contra mi madre por el matrimonio forzado.
Al principio yo no comprendía eso de las herencias, ni de las divisiones de clases, pero un día mi abuela materna me lo explicó todo, y era cierto, nadie con diferencias sociales debe ser pareja, porque no hay comprensiones y ahí vienen los disturbios emocionales, las culpas o las psicosis delirantes como le había sucedido a mis padres.
Ninguna de las dos familias eran pilares de fortuna, pero se diferenciaban por unos kilos mejor ganados, y un poco más de inteligencia a la hora de enfrentar la vida.
Por supuesto que mis abuelos querían para mi padre una muchacha de la sociedad para adelantar la economía y mi madre era hija de unos pobres jornaleros, más tiempo cesante que laborando.
Por desgracia llegué yo a interrumpir los proyectos familiares y mi abuelo materno cuchillo en mano obligó se tapara la mancha con un matrimonio, sin analizar las consecuencias del futuro.
Así comenzaron los avatares cotidianos, los odios y los rencores de una familia a la otra, y un día en un arranque sin freno  uno de  mis tíos paternos mató a mi único tío materno.
De este hecho de sangre nada supe hasta pasada mi infancia y por casualidad no por confesión.
Después de mi nacimiento las cosas se empeoraron porque entonces la causa del resentimiento estaba en medio haciendo recordar las causas a cada momento.
Pienso que jamás mi madre pudo ser feliz, ni mi padre tampoco. Mejor hubiera sido que ambos cogieran su rumbo y yo no hubiese salido a la luz. Por lo menos no hubiese pagado sin culpas, una evolución matrimonial tan discordante.
Toda en mi hogar era un martirio, por cualquier cosa se incendiaban las horas, solamente se podía respirar aire contaminado, lágrimas ocultas, y miseria a las dos manos.
Mamá se pasaba todo el día recalentando el café, para cada vez que mi padre gritara sus ofensas, correr a servírselo con toda la sumisión del mundo.
Los últimos días de la semana era borra hervida, otras hojas del tilo, con  flor de España o  jengibre y como su estado de embriaguez no le permitía distinguir de colores ni sabores, se lo tomaba sin chistar. Claro que si se daba cuenta la paliza no se la quitaba nadie de encima, pues cuando estaba sobrio  se la pasaba comentando, qué el café tenía que ser acabado de hacer, ¡las borras para los perros! Y erguido en su inferioridad se pegaba al viejo jarro de aluminio y llevaba hasta el fondo el néctar de los dioses, aunque nadie hubiese probado ni un sorbo.

Este día que les narro eran ya  pasadas las 8 de la noche y los fogones aun estaban  en cero desde el almuerzo, que había sido  un poco de chícharos con un pedacito de pan, y para la comida todavía nadie sabía lo que mamá con sus inventos culinarios podría llevar a nuestros estragados estómagos, pues el único paquete de gofio con que pensaba preparar el picadillo para el plato fuerte, de un zarpazo mi padre lo había derramado sobre el piso que aun era de tierra. Incluyendo los fideos que con tanto esmero y trabajo había triturado durante más de una hora con una botella sobre la mesa, con el objetivo de que quedaran bien pequeños y cocinarlos como arroz.
Mientras mamá rebuscaba en un cajón con la esperanza de encontrar algo para elaborar esa noche como cena, yo me abstraía en un viejo libro casi todo devorado por las polillas que había sobrevivido a la hecatombe familiar, como única herencia de la juventud de la abuela María.
De pronto comenzaron a sentirse varios golpes sobre la madera de la vieja puerta los que resonaban en el interior de la vivienda con marcada estridencia.
Pero nadie se inmutó ante el toque, hasta que mi hermanito con su inocencia aun intocable, soltó la manteleta de saco que le serbia de cobija, y salió a toda carrera a abrir la puerta.
No le costó mucho trabajo quitar la tranca de madera que cruzada de un lado a otro serbia de centinela a la carcomida portezuela. Al soltarla sobre el suelo, inmediatamente se sintieron los chirridos que provoca el oxido de las viejas bisagras como galeones en ancladas.
Nadie tuvo que preguntar, porque detrás del sonar de los  tacones y su acostumbrada algarabía apareció en el umbral el ángel protector de la tía Obdulia, que como de costumbre  llegaba a darnos el aliento que nos faltaba, y con tan  sólo mirar el ambiente se percató de la odisea familiar una vez más.
Miró para todas partes, y suspiro profundamente buscando alivio a lo que su vista veía. El panorama era desolador, ni aunque lo relate con lujos de detalles lograría describirlo. Solo puedo afirmar que todo estaba fuera del contexto humano....

CONTINUACION...